30 años
2 de agosto de 2023
Son horas de
la tarde. El vuelo no había sido tan exitoso por la nubosidad de la cordillera.
Era momento de empezar a regresar, pero alguien dijo bajemos un poco más. Otra
persona dijo estamos volando muy bajo. Y de repente un gran golpe, un
estremecimiento y una caída. La avioneta se había estrellado contra un árbol y
había caído. Silencio. Segundos de silencio. Pasados esos instantes de
aturdimiento, empieza el dolor y la desesperación. Dos personas, el piloto y la
persona que iba a junto al murieron de contado. El golpe fue demasiado brutal.
La parte frontal de la avioneta no resistió. Más atrás 5 personas quedaron
vivas. Todos golpeados. Alguno atrapados sin poder salir de la aeronave. Los
más heridos empiezan una triste y larga agonía llena de dolor. Cae la noche.
Mueren dos más. Quedan dos mujeres y un hombre. Las mujeres están mejor, pero
heridas. El hombre sin poder moverse. Pasan la noche en ese lugar. Nadie se
preocupa mucho porque no regresan esa noche. El mundo es ajeno a la tragedia.
La noche fría
de garúa y niebla es larga. Tormentosa. Cuatro muertos y tres supervivientes
pasan esa noche en un cerro de Loma Alta, en lo que en ese entonces era parte
de la provincia del Guayas. El viaje fue un poco impulsivo. No era parte de un
plan específico. Surgió de una oportunidad de contar con dos grandes
científicos para sobrevolar una cordillera extraordinaria que un ambientalista
guayaquileño quería proteger. Un lugar poco explorado en ese entonces. Es el año
1993, primeros días de agosto. Se unieron a esa expedición dos científicos
ecuatorianos y la novia de uno de los científicos extranjeros.
Amaneciendo,
una de las mujeres decide salir a buscar ayuda. Se hace acompañar de la otra
mujer que está en shock. A más del impacto y sus propios dolores vio morir a su
amado sin poder hacer nada. Caminan. El terreno es empinado. Difícil. Avanzan.
Se cansan. Esperan. Sus mentes trabajan mal. Hay miedo, dolor, desesperación.
Una sensación de que esto puede ser el fin.
Pero no lo es.
Se encuentran con unos comuneros. Las ayudan. Las llevan al poblado. Las
atienden. Van a buscar los restos del avión, al sobreviviente y los cuerpos de
los fallecidos. Y se comunican con el mundo exterior. Y ahí empieza a rodar
otra película. La incredulidad, el pasmo, la desesperación. La angustia. La
alegría por lo vivos y la tristeza por los muertos.
El mundo de
los ambientalistas que, no es muy grande, se estremece. Es terrible la noticia.
Hay mucha confusión e incertidumbre. Luego van cayendo las noticias y la
información. Murieron el piloto, Eduardo Aspiazu, Ted Parker y Alwyn
Gentry. Sobrevivieron la novia de Ted
Parker, Alfredo Luna y Carmen Bonifaz.
8 años
después, otra tarde nublada. Por los bosques de la estribación oriental de la
cordillera de los Andes ecuatorianos caminaba un grupo de personas de la
nacionalidad shuar, un parabiólogo de Oyacachi, un biólogo quiteño y un
geógrafo recién graduado. Estaban implementando un estudio sobre el hábitat del
oso andino en la parte baja del Parque Nacional Sangay. Este estudio se había
realizado de manera original en la Comuna Quichua de Oyacachi en la Reserva
Ecológica Cayambe Coca, más al norte de la cordillera.
Había sido una
semana complicada. Yo la había iniciado en Alao, una comunidad indígena en la
parte alta del Parque Nacional Sangay. Estábamos haciendo lo mismo que el grupo
en la parte baja. Entrenando a un grupo local de personas para tomar datos en
campo siguiendo una metodología establecida. Yo estuve en la parte teórica.
Explicando los conceptos generales y la importancia. Un colega geógrafo nos
apoyaba con el manejo de los aparatos que se necesitaban un amigo que era
asistente de campo nos apoyaba. Terminamos muy tarde la jornada y nos retiramos
a Riobamba a descansar. Esto fue un lunes.
Al día
siguiente muy temprano regresamos a Quito. Y no fue tan sencillo porque hubo
algunas protestas y la vía principal estaba cerrada. Nos mandaron por vías
internas. Pero a lo que se estilaba en esa época. A preguntar cada cierto
tiempo porque no había mapas en los celulares. Al fin llegamos y salí a comer a
un centro comercial. Mientras esperaba la comida me puse a ver la televisión
que estaba sin sonido. Aparecían las imágenes de lo que parecía una película. Un
avión se estrellaba con un edificio. Me fijé un poco más y vi eran noticias y
no una película. Si. Era el 11 de septiembre de 2001.
No recuerdo
mucho ni miércoles ni jueves. Algo el jueves porque me llegó una noticia que
impactó mucho a algunos colegas mayores La muerte tras un accidente en la
laguna La Mica de un pionero de la conservación en el Ecuador, el Dr Fernando
Ortiz. Yo no lo conocí personalmente, pero era un referente para mis
referentes. Pero no fue algo que me impactó tan duro ni tan directamente.
Llegó el
viernes y al entrar a la oficina, Mario y Danilo se me acercaron. Sus caras
eran serias, muy serias. Me preguntaron si sabía lo que había pasado. Les dije
que si, que algo había escuchado del doctor Ortiz. No era eso, me soltaron.
Había muerto Paul, el geógrafo recién graduado que caminaba por el bosque de la
estribación. Un rayo, dijeron. Me costó
entender. Que se haya muerto y que lo haya matado un rayo. Un rayo. Fueron
momentos de angustia y caos. De un impacto tremendo. Un persona tan joven
muriendo de una manera tan imprevisible y absurda.
Más tarde en
la mañana entró una llamada de Didier, nuestro colega biólogo. A trompicones
pudimos conversar. Dentro de lo trágico fue bueno saber que él y los demás
estaban bien. Triste consuelo.
Cuenta que
caminaban esa tarde, la del jueves, por el bosque. Que estaba nublado pero que
no llovía. Que avanzaban con su trabajo de marcar los senderos con el GPS, de
tomar huellas de presencia del oso. Que se oían truenos que se iban acercando.
Pero siguieron. Cuando de repente sintieron un golpe. Un ruido atronador. Y
vieron que Paul y Pato, el parabiólogo, habían saltado por los aires y estaban
tumbados. Aturdidos y desorientados se acercaron y descubrieron que un rayo
había golpeado a Paul directamente. Y falleció de manera instantánea. Pato, que
estaba cerca, fue desplazado por el impacto, pero no fue golpeado por el rayo.
Ya esa tarde
no pudieron salir. Era complicado por la lejanía y las condiciones del camino.
Allí acamparon. Otra vez, la noche y esos sonidos estridentes de la selva. Y
esa oscuridad que te cuestiona, que te hace pensar en lo más profundo de ti.
Al día
siguiente ya pudieron salir a buscar ayuda. La gente de la comunidad fue en
busca del cadáver y lo llevaron a la comunidad, luego se lo trasladó a Macas en
camioneta y por avión a Quito.
Han pasado 30
años y 22 años desde estas dos desgracias Son recuerdos poderosos. Y me asaltan
recuerdos dispersos. Imágenes borrosas. Una fiesta en Natura el viernes antes
del accidente, unos visitantes en una exhibición sobre bosques en el museo
municipal, un tumulto en el sepelio en Parques de la Esperanza, un viaje a
Babahoyo con Carmita. Una pizzería en Riobamba después de la jornada de
capacitación, las caras de Danilo y Mario, una conversación Pato, Pasan y pasan
las escenas. Una tras otra. Como si fuera ayer.
He cumplido 50
años hace poco. Hace más de 30, en 1992, entré al mundo de la conservación. Y
ha sido todo un camino, lleno de desafíos, desilusiones y satisfacciones.
He subido
grandes montañas para descubrir que tras lo que parecía la cumbre, todavía hay
montañas más altas y empinadas. He bajado grandes desfiladeros hasta el río
encañonado exprimiendo mis rodillas para darme cuenta que ahí acaba el camino.
He tratado de dar una conferencia a 200 adolescentes y los he perdido en 20
segundos de haber empezado. He llegado al límite de un plazo sin nada coherente
que mostrar. Me ha tocado preguntar a unos niños en medio de la nada como es el
oso andino y que me griten: “ricooooo”. He lidiado con gente hipócrita y
mentirosa, llena de mala fe. He vuelto a un lugar que amaba y lo he visto
cambiado y totalmente degradado. Lo he vivido. No me lo han contado.
Pero también,
he guiado por el bosque seco a gente que se interesa y se fascina de las
historias y los paisajes. He puesto el punto final a textos que se han
convertido en guiones, artículos, libros, materiales educativos o de
comunicación. Me he parado delante de los mejores para contarles lo que hemos
trabajado. He conocido e interactuado con gente maravillosa. He recibido
mensajes por Facebook de los amigos de Oyacachi con lo que antes no podíamos ni
comunicarnos. Algo, algo hemos contribuido, creo para conservar los ecosistemas
de este país y mejorar la vida de algunas cuantas personas.
Muchas vidas
se han entrelazado. Quedaría bien decir que las muertes de Eduardo, Ted, Alwyn
y Paúl marcaron mi camino o fueron inspiración. Quedaría bonito, pero sería
inexacto. Pero si han sido hitos. Hechos que no olvido y que me acompañan. Para
lo bueno y para lo malo.
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